Nada pasa desapercibido en las redes sociales. Una broma de mal gusto, una foto inapropiada, hablar mal del trabajo, insultar al jefe, escribir con faltas de ortografía o revelar información confidencial son algunas de las causas por las que usuarios de estas plataformas han perdido su puesto de trabajo. Las meteduras de pata son carne de cañón para la audiencia social, que pronto las convierten en virales con sus comentarios y críticas, las comparten en Facebook y Twitter y ya no hay vuelta atrás.

Sin ir más lejos, la semana pasada despidieron a una mujer estadounidense en su primer día de trabajo en una guardería por publicar un vídeo en Facebook en el que afirmaba que “odiaba estar rodeada de niños”. Era una broma, pero nadie la entendió.

Uno de los casos más conocidos es el de Justine Sacco, que antes de iniciar un viaje de Nueva York a Sudáfrica escribió en diciembre de 2013: “Me voy a África. Espero no pillar el sida. Es broma. ¡Soy blanca!”. El tuit provocó miles de comentarios tachándola de racista y le costó su puesto como directora de comunicación de InterActiveCorp (IAC), una importante compañía que se encarga de gestionar la comunicación de portales como Ask.com o Vimeo.

El desafortunado mensaje le arruinó la vida, según explica la joven estadounidense al periodista Jon Ronson, que acaba de publicar el libro So you’ve been publicity shamed, en el que recopila el testimonio de personas que han sido deshonradas en la red.

Como en el caso de la semana pasada, se trataba de una broma, según explica Sacco: una crítica a los norteamericanos que es como si vivieran en una burbuja. “Para mí era tan loco (…) que pensé que no había manera de que alguien pudiera pensar que era literal”, cuenta esta relaciones públicas, tal como escribe el periodista en un artículo en The New York Times.

Ronson también recoge la historia de Lindsey Stone, una mujer de Massachusetts que aparecía en una foto burlándose de un cartel del cementerio militar de Arlington (Virginia, EE.UU). Salía en la instantánea haciendo el gesto de la peineta y simulando que gritaba ante la señal que pedía: “Silencio y respeto”. La audiencia se lo tomó como una ofensa a los fallecidos por la guerra. La amiga que publicó la instantánea catastrófica en Facebook no sabía que tenía su perfil abierto al público. Perdió su trabajo en la ONG que ayuda a adultos con dificultades de aprendizaje, LIFE, se tuvo que mudar de casa y se encerró entre cuatro paredes porque no podía ver a nadie, según explica ella misma al periodista.

En el Halloween pasado, Alicia Ann Lynch se disfrazó de víctima del atentado de Boston. El ciberacoso y la pérdida de su trabajo, también fueron las consecuencias para esta joven de 22 años.

Si las empresas no dudan ni un segundo a la hora de limpiar la imagen dañada por la acción de un trabajador, aún menos lo hacen las instituciones públicas. Hace dos meses despidieron a un funcionario boliviano por una falta de ortografía en Twitter: “¿Sabes dónde botarás?”, fue la pregunta que le costó el puesto de trabajo. Y, en octubre de 2013, lo mismo le pasó a un empleado de la Casa Blanca por tuitear información interna.

En todos estos casos coincide un tema: cuidar la reputación online es tan necesario para famosos y políticos como para la gente de a pie. Con todo, y a pesar del derecho al olvido de Google, internet no olvida fácilmente.

Actualidad Laboral / Con información de La Vanguardia