Un niño camina con paso lento y sin rumbo fijo por los callejones desolados del Cementerio General del Sur, va rodeado de lápidas fragmentadas, restos de mausoleos y los altos matorrales que crecen a su antojo por el camposanto. Anda solo y sin miedo. Es de tez morena, delgado y parece tener 9 años. Viste unos pantalones sucios llenos de tierra y en sus manos lleva una escoba vieja, un machete oxidado y un botellón de agua. Marcha bajo el sol mientras un perro sin dueño lo adopta como un ocasional compañero de paseo.


Tiene 13 años y hace tres trabaja en la ciudad de los muertos, el cementerio más grande y antiguo de Caracas, ubicado al final de la avenida principal de la urbanización Santa Rosalía del municipio Libertador. Está en primer año de bachillerato y va todos los fines de semana, sin falta, a la necrópolis a arreglar las tumbas del camposanto, a petición de los familiares de quienes reposan bajo tierra. Hace malabares entre la educación y su trabajo. “Los domingos son los mejores días”, suelta Ricardo* con voz bajita y sonrisa tímida. Aunque ese domingo de marzo no logró llevarse ni un solo bolívar a los bolsillos. Ahora ni los vivos deambulan por el Cementerio del Sur y las visitas dominicales perdieron popularidad.


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No tiene tarifa fija, cobra a conveniencia, “depende cómo esté la tumba” o dónde esté ubicada –lejos o cerca de la entrada principal–, explica. A veces pide 25 mil bolívares por barrer y desechar la basura, pero la cifra aumenta si el trabajo implica más esfuerzo: cortar el monte seco a punta de cuchillo vale hasta 40 mil bolívares. Confiesa que al día se embolsilla alrededor de 200 mil bolívares. Eso sí, puro efectivo. Si no, nada.


Decidió, por cuenta propia, salir a la calle a trabajar para aportar dinero a la casa. Él, junto a otras cuatro personas, incluidos sus hermanos menores, viven en lo alto del cerro en el barrio Turiamo de Santa Rosalía. Lo poco o lo mucho que gane en su jornada se lo entrega a su mamá “para que lo rinda” entre los integrantes del hogar. Dos entradas de dinero para cinco bocas. Hacer mucho con poco.


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Ricardo no fue el único que vio en el camposanto una oportunidad para ganar dinero. Miguel y Álvaro crecieron entre sarcófagos y nichos profanados; entre ataúdes de renombre y otros sin mayor importancia. En vez de cuentos de hadas, escuchaban historias de almas en pena que merodeaban por el lugar. Son primos y comparten algo más que el vínculo sanguíneo: su negocio. Limpiar tumbas en el Cementerio del Sur es el oficio familiar. Los padres de Álvaro han trabajado allí toda su vida y desde los dos años lo llevaban al camposanto: una guardería de más de 246 hectáreas. Ahora es su lugar de trabajo y parque de juegos, todo al mismo tiempo.


Miguel tiene 16 y Álvaro 14 años. Van a clases listos para el trabajo. Estudian en un liceo por el sector y en los morrales, junto a cuadernos y lápices, llevan ropa de calle para la jornada. Cuentan que van todos los días hasta la tarde a ver qué consiguen, pero “la gente ya no viene”, se quejan. Nada como el día de los muertos, agrega uno de ellos. Cualquiera es un posible cliente. Son atentos, ágiles y hablan sin pena. Piden 30 mil bolívares para limpiar las tumbas y 10 mil para echarle un poco de agua a las matas, que crecen entre el cemento. Ayudar en la casa, poner el pan en la mesa, es la norma: todo lo reunido lo entregan a sus madres.


“Chupis, chupis”, grita Carlos cada cierto tiempo con una cava de anime entre los pies. Aprovecha los domingos en la mañana para ir hasta el cementerio y vender los helados para matar el calor. Su punto es en una de las calles principales, al borde de la calzada, cerca de la entrada, al lado de una escultura de la Virgen María. Compra 70 unidades en el mercado, los vende por 1.500 bolívares y se va con algo en el bolsillo. “Aporto en mi casa y también estudio”.


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La imagen se repite. Los niños crecen a los trancazos y antes de tiempo. La crisis no les ha dejado otra opción y, cada vez, se ven más. Acompañados o solos, ofrecen caramelos en el Metro de Caracas, cobran el pasaje en los autobuses, alquilan llamadas en las esquinas. Intentan agregar unos ceros a la cuenta familiar.


Hay 218 millones de niños entre los 5 y los 17 años de edad que están ocupados en la producción económica, reportó la Oficina Internacional de Trabajo (OIT) en 2017. Las cifras publicadas por Naciones Unidas difieren. Para esta organización “cerca de 168 millones de niños trabajan en el mundo, muchos a tiempo completo (…). Se les niega la oportunidad de ser niños”. Cifras locales de la Unicef, reseñadas en 2010 por la agencia de noticias EFE, afirman que más de 80.000 niños, entre 10 y 15 años, son parte de la “fuerza laboral activa del país”. Sin embargo, las calles reflejan que en 2018 son más.


Fernando Pereira, de la Asociación Civil Centros Comunitarios de Aprendizaje (Cecodap), denuncia que “no existen cifras actuales de cuántos niños trabajan en las calles. Desde hace años no se publican estadísticas oficiales y dudo que existan”. Explica que, en 2014 el Gobierno presentó el último informe al Comité del Derecho del Niño en la ONU y el Estado no dio datos “sobre ese y muchos temas”. Ahí quedó la información oficial.


La Ley Orgánica para la Protección de Niños, Niñas y Adolescentes(Lopnna) establece que, a partir de los 14 años los niños pueden trabajar, formalmente, si cuentan con un permiso emanado ante un consejo de protección. Es esta institución la que determina si el menor de edad está en condiciones formar parte del mercado laboral. Sin embargo, Pereira asegura que la mayoría de los menores de edad con un empleo, no lo han obtenido en empresas formalmente establecidas. “La autorización implica una serie de requisitos legales que no todas las compañías están dispuestas a seguir”, tales como horarios, beneficios, seguro social, médico, etc.


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Actualidad Laboral / Con información de El Estímulo