“Si no tienen pan que coman pasteles” es el insensible comentario que la leyenda le atribuye a la Reina María Antonieta esposa de Luis XVI, cierto o apócrifo, la intención de quienes, como Jean Jaques Rousseau, propagaron esa especie era hacer ver lo alejados que estaban los reyes franceses de las necesidades de sus súbditos.

Resulta increíble que unos 250 años después, unos burócratas en un país republicano de América, hayan elevado el nivel de insensibilidad a nuevas alturas, al decretar una especie de guerra a las panaderías, impidiéndoles ofrecer pasteles, cachitos, y panes de otro tipo que no sean el francés, o “de canilla”, porque la escasa harina que reciben del quien ostenta el monopolio de importación de trigo les obliga a producir muy por debajo de la demanda del público.

Los panaderos, que algo deben saber de las demandas para sus productos, estiman que las necesidades de abastecimiento son de unos 120,000 toneladas mensuales de trigo, y lo que se recibe no llega a 30,000, por cuyo motivo los molinos que los suplen trabajan a un 25% de su capacidad. En ese ambiente de escasez, las normas con que se pretende acorralar a los panaderos son prácticamente de imposible cumplimiento, por lo que si efectivamente se aplican más allá del efecto mediático en interminables cadenas, se corre el riesgo de reeditar el fiasco que resultó regular los huevos por debajo de su costo de producción, brillante iniciativa que le costó el puesto al Vicepresidente Arreaza, y las elecciones parlamentarias de diciembre del 2015 al PSUV.

Pero la escasez, no es casual. El gobierno, que parece tener una aversión total a cualquier cadena de producción que antes existía en el país, restringe la importación de trigo, donde las posibilidades de captar rentas para su círculo de partidarios son escasas, ya que cualquier sobrefacturación es fácilmente comprobable. Pero ha encontrado una forma más interesante de lograr esas rentas: importando bolsas de productos terminados, comprándolos a precios de ganga y vendiéndolos a precio de gallina gorda. Empacadas y selladas en Panamá, las bolsas de los Clap contienen tres tipos de pastas, azúcar, harina de maíz, atún en lata, mayonesa, salsa de tomate, arroz y leche en polvo. Resulta curioso que se disponga de dólares para adquirir esos productos, mas no la cantidad muy inferior que se requeriría si se le permitiera a las fábricas nacionales volver a producirlos, y a la cadena de distribución privada hacerla llegar a los consumidores.

Como en sus antecesoras las areperas socialistas (¿alguna vez alguien comió en una de ellas?) y la nonata ruta de la empanada, la operación de los Claps ya muestra las costuras. Si uno coteja el contenido con los precios al público de cualquier página web de un supermercado norteño como Goya, Sedano´s o Walmart, en las mismas puede conseguir el contenido de una Bolsa Clap en menos en $ 40. Si como sucede con todas las importaciones del gobierno, estas entran a la ridícula tasa de 10 Bs por $, su costo en bolívares no llega a Bs. 400, y se le vende a los sufridos consumidores que tienen que inscribirse en degradantes listas para optar por ellas en Bs 10,000 o más. Sin haber evidencia de ello, un ministro alegó que esas bolsas pagan la tasa Dicom de Bs 700 por $, lo que pondría su costo en un máximo de Bs 2,800. Aún si fuera así, de ser comercializadas por el sector privado con los márgenes habituales de la cadena de comercialización, llegarían al consumidor en menos de Bs 6,000.

Algún día, cuando se sincere la economía, se podrá ver la magnitud de las ineficiencias a que se ha sometido a la población en aras de controlarle hasta el último detalle de su existencia. Mientras ese momento llega, hagamos votos por que las panaderías, una de las últimas cadenas de producción alimenticia que nos quedaba, no desparezcan por la obsesión de nuestros burócratas de negarnos tanto el pan como los pasteles.

Aurelio F. Concheso / Ingeniero

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@aconcheso