Afirmaba Peter Drucker en La Sociedad Poscapitalista (1995) que, a medidados del siglo XX, el concepto de “organización” aún estaba por entrar “…en el vocabulario sociológico, económico y político” de científicos sociales y políticos. Se refería éste principalmente a una organización de carácter socioproductivo, entre las que consideraba, por supuesto, aquellas que representaban los intereses de empresarios, trabajadores y Gobierno. En este orden de ideas, al analizar las funciones de una organización, Drucker aseguraba que las mismas tenían, entre otras, una “función social” que consitía en lograr que los “saberes” especializados pudiesen articularse en su seno, como condición sine qua non para hacer efectiva la productividad de la sociedad organizada. Hoy, la “función social” de la “organización”, dada la evolución de su alcance, trasciende el hecho productivo y le confiere a los actores de la producción una responsabilidad medular sobre el mantenimiento de los equilibrios económico, social y político de la sociedad.

En este sentido, mientras que los primeros países industrializados comenzaron su carrera a partir de la Primera Revolución Industrial, a mediados del siglo XVIII; en Venezuela, es apenas a partir del año 1936, cuando tras haber pasado por una fase de transición desde la llamada “preindustria” y bajo el poderoso influjo de la actividad petrolera, comenzó el proceso evolutivo de la “industria” propiamente dicha. Fue entonces cuando se inició el proceso de configuración y desarrollo de la “organización” industrial, incluyendo aquella de representación global de los actores productivos -CVT (1936); Oficina Nacional del Trabajo (1936); Fedecámaras (1944)-. Se hace entonces evidente el rezago evolutivo de la “organización” que hoy se expresa en el grado de conciencia acerca de la “función social” que deben asumir las “organizaciones” industriales del país. En pocas palabras, todavía en nuestros días vivimos un proceso gradual de asimilación del significado “plural” de la “organización” y del alcance de su “función social”.

El alcance de aquella función comprende hoy una responsabilidad fundamental para la consecución de los equilibrios necesarios en la “ecología del poder”, así como para la consolidación y mantenimiento de un sistema democrático. Paradójicamente, un ejemplo que demuestra esta aproximación se encuentra en los primeros momentos evolutivos de la industria nacional, cuando Rómulo Betancourt insistiera, en la primera Asamblea Anual de Fedecámaras (1944), en buscar “todos los puntos de avenimiento posible entre capitalistas y trabajadores”; luego en 1946, echando mano del ejemplo del “Pacto Obrero-Industrial” firmado en México en 1945; y posteriormente en 1948, cuando el golpe militar de noviembre de aquel año frustró la firma del acuerdo entre empresarios, trabajadores y Gobierno. Diez años más tarde –en 1958- fue éste el primero de los acuerdos de la reinstaurada democracia. Firmado en abril de aquel año, significó, nada más y nada menos, que el fundamento instrumental del pacto social vigente, al menos en sus raíces, hasta nuestros días: el Pacto de Punto Fijo.

Hoy, ante una crisis económica, política y social sin precedentes en Venezuela, parece evidente la necesidad en el país de un mayor grado de conciencia acerca de la “función social” de las organizaciones de la producción. Recordemos pues que, desde el propio año 1999 parte de la estrategia gubernamental expresada en un “nuevo modelo” de relaciones sociales de trabajo (RST), ha sido la “atomización” (Urquijo, J. dixit) de sus principales actores -sindicatos y empresas-. Con relación a los primeros, el Ejecutivo promovió unas elecciones controladas por un CNE, de orientación oficial, que derivaron, a pesar de haber sido el primer resultado electoral adverso al Gobierno, en un intenso proceso de fragmentación y paralelismo del movimiento sindical. En cuanto a las segundas, una sostenida e intensa campaña pública de ideologización; acompañada por el desconocimiento del empresariado privado como interlocutor válido de las RST, expresado en su destrucción programada; ha sido suficiente para lograrlo. Sin embargo, este cuadro ha venido siendo reforzado, conciente o inconscientemente, por la propia actitud de empresarios y trabajadores organizados, al contribuir con una fragmentación artificialmente creada, bien sea por acción u omisión.

En síntesis, así como en 1958 y bajo la misma lógica, se requerirá una plena conciencia de la “función social” de la “organización”. Sólo así podrá alcanzarse la integración necesaria en y entre las “organizaciones”, así como la promoción de instancias adecuadas de diálogo que permitan lograr los acuerdos necesarios que, al constituirse en reguladores del ejercicio del poder económico, político y social de los actores de la producción; redistribuyendo y equilibrando su formación, ejercicio y efectos; y reconfigurando con ello el estatus de los involucrados en el sistema social; coadyuven en la reinstauración, fortalecimiento y sostenimiento del sistema liberal democrático.

Luis Lauriño / Investigador

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